jueves, 6 de diciembre de 2012

El técnico en movimiento


La charla en el vestuario está preparada. Sienta a sus dirigidos en los bancos de madera que están enfrente de él. Se para mirándolos. Toma aire y los mira fijo en la cara. Piensa su discurso. Motiva, activa y planifica. Sus palabras son la búsqueda de concentración de 18 muchachos, pero en especial para 11, para los próximos 90 minutos. El único orador es él. Se juega una parada importante. Quizás la de mayor relevancia en su corta carrera como director técnico. Ojea su reloj y las agujas anuncian que el partido empieza en 10 minutos. Les desea suerte y estos avanzan hacia la cancha.
El entrenador llega detrás de los jugadores pero no saluda a los hinchas del club, sólo a una decena de plateístas que le guiñan los ojos y les da aliento. Esa imponente imagen de unas 50 mil personas tampoco lo registra. Ahora es él quien se sienta en el banco y sus dirigidos parados intentan expresarse en movimientos y en poner en acciones todo aquello que se les ha intentado transmitir.
La pelota rueda y los fanáticos estallan en un grito. Es la final de la Copa. Ese trofeo que desde hace meses se está disputando está a tan sólo 5400 segundos de conseguirla. El nerviosismo aumenta y los minutos corren. Si su equipo gana, sale campeón. Da indicaciones, habla con sus ayudantes y termina en el último asiento pensativo. El partido está empatado. Se acerca el final del primer tiempo y manda a calentar a los suplentes. Quizás, busca en ellos ese desahogo que necesita para estar tranquilo.
El árbitro pita el final del primer tiempo. Cabizbajo va rumbo al vestuario. Piensa y reflexiona para sí mismo en qué cosas debe mejorar a su plantel. Se quita el saco, se arremanga la camisa y saca un pañuelo para secarse las gotas de sudor. Protesta e insulta al aire. Su enojo no es más que con esos 11 muchachos que salieron a jugar y que no demostraron lo que estaba previsto por él. Determina un cambio. Le da su apoyo al jugador que ingresará. Sale nuevamente a la cancha.
Cuando empieza el segundo período, se lo ve de pie, pegado a la raya de cal y atento a todo lo que pasa en el rectángulo. Pasan 5 minutos y el jugador que entró hace instantes llega al gol. El festejo es enloquecido en todo el estadio. Las banderas se agitan, la cancha retumba y parecería que se formaran grietas en el piso de cemento. La avalancha no tarda en llegar y se filtran abrazos y lágrimas. A pesar de esto, el entrenador no lo festeja. Apenas un puño arriba.
El juego continúa. Hay mucha fricción y uno de los suyos cae lesionado y el referee decide no sancionar al infractor. El técnico sale desquiciado de su corralito. Reprocha como desquiciado la decisión. Lo calman. El cuarto árbitro le llama la atención y logra tranquilizarlo.
Restan 10 minutos y el rival acecha a su equipo. Pelotazos van y vienen. El control del partido pasa por el contrario. Se desespera. Salta y abre los brazos buscando una explicación que tan sólo los jugadores se la pueden dar. Las cartas están echadas. Levantan el cartel electrónico anunciando que se van a adicionar 4 minutos más. Planea una nueva táctica. Manda a la cancha a dos jóvenes con ganas de dejar todo pero también sabe que es el momento más crítico del partido en donde un error lo puede dejar con las manos vacías. Los pibes corren, van y vuelven. Hablan con los experimentados. El técnico, por su parte, no para de arengar y de hacer señas, constantemente, con mostrando los minutos que faltan. Mira a la platea. Los llama a alentar a su equipo. El título no se les puede escapar. El juez se lleva el silbato a la boca y pita el final del partido.
Ahora el festejo es enérgico. Sus ayudantes se unen en una ronda que no para de saltar y girar. Sus jugadores lo atrapan y lo tiran al aire y lo bañan en champagne. Es un momento único. Su alegría es inconmensurable. Su estrategia y su esfuerzo dieron sus frutos. La afición corea su nombre. Él se frena y agradece. Su nombre quedará en la historia grande del club y los hinchas lo saben y lo reconocen.


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