La charla en el vestuario está preparada.
Sienta a sus dirigidos en los bancos de madera que están enfrente de él. Se
para mirándolos. Toma aire y los mira fijo en la cara. Piensa su discurso.
Motiva, activa y planifica. Sus palabras son la búsqueda de concentración de 18
muchachos, pero en especial para 11, para los próximos 90 minutos. El único
orador es él. Se juega una parada importante. Quizás la de mayor relevancia en
su corta carrera como director técnico. Ojea su reloj y las agujas anuncian que
el partido empieza en 10 minutos. Les desea suerte y estos avanzan hacia la
cancha.
El entrenador llega detrás de los jugadores
pero no saluda a los hinchas del club, sólo a una decena de plateístas que le
guiñan los ojos y les da aliento. Esa imponente imagen de unas 50 mil personas
tampoco lo registra. Ahora es él quien se sienta en el banco y sus dirigidos
parados intentan expresarse en movimientos y en poner en acciones todo aquello
que se les ha intentado transmitir.
La pelota rueda y los fanáticos estallan en un
grito. Es la final de la Copa. Ese trofeo que desde hace meses se está
disputando está a tan sólo 5400 segundos de conseguirla. El nerviosismo aumenta
y los minutos corren. Si su equipo gana, sale campeón. Da indicaciones, habla
con sus ayudantes y termina en el último asiento pensativo. El partido está
empatado. Se acerca el final del primer tiempo y manda a calentar a los
suplentes. Quizás, busca en ellos ese desahogo que necesita para estar
tranquilo.
El árbitro pita el final del primer tiempo.
Cabizbajo va rumbo al vestuario. Piensa y reflexiona para sí mismo en qué cosas
debe mejorar a su plantel. Se quita el saco, se arremanga la camisa y saca un
pañuelo para secarse las gotas de sudor. Protesta e insulta al aire. Su enojo no
es más que con esos 11 muchachos que salieron a jugar y que no demostraron lo
que estaba previsto por él. Determina un cambio. Le da su apoyo al jugador que
ingresará. Sale nuevamente a la cancha.
Cuando empieza el segundo período, se lo ve de
pie, pegado a la raya de cal y atento a todo lo que pasa en el rectángulo. Pasan
5 minutos y el jugador que entró hace instantes llega al gol. El festejo es
enloquecido en todo el estadio. Las banderas se agitan, la cancha retumba y
parecería que se formaran grietas en el piso de cemento. La avalancha no tarda
en llegar y se filtran abrazos y lágrimas. A pesar de esto, el entrenador no lo
festeja. Apenas un puño arriba.
El juego continúa. Hay mucha fricción y uno de
los suyos cae lesionado y el referee decide no sancionar al infractor. El
técnico sale desquiciado de su corralito. Reprocha como desquiciado la
decisión. Lo calman. El cuarto árbitro le llama la atención y logra tranquilizarlo.
Restan 10 minutos y el rival acecha a su
equipo. Pelotazos van y vienen. El control del partido pasa por el contrario.
Se desespera. Salta y abre los brazos buscando una explicación que tan sólo los
jugadores se la pueden dar. Las cartas están echadas. Levantan el cartel
electrónico anunciando que se van a adicionar 4 minutos más. Planea una nueva
táctica. Manda a la cancha a dos jóvenes con ganas de dejar todo pero también
sabe que es el momento más crítico del partido en donde un error lo puede dejar
con las manos vacías. Los pibes corren, van y vuelven. Hablan con los
experimentados. El técnico, por su parte, no para de arengar y de hacer señas,
constantemente, con mostrando los minutos que faltan. Mira a la platea. Los
llama a alentar a su equipo. El título no se les puede escapar. El juez se
lleva el silbato a la boca y pita el final del partido.
Ahora el festejo es enérgico. Sus ayudantes se
unen en una ronda que no para de saltar y girar. Sus jugadores lo atrapan y lo
tiran al aire y lo bañan en champagne. Es un momento único. Su alegría es
inconmensurable. Su estrategia y su esfuerzo dieron sus frutos. La afición
corea su nombre. Él se frena y agradece. Su nombre quedará en la historia
grande del club y los hinchas lo saben y lo reconocen.
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